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Del Calzón y sus Alrededores

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La palabra calzón quiere decir muchas cosas y el objeto calzón tiene un montón de nombres. Para colmo, nadie se pone de acuerdo sobre si debe usarse en plural aunque la prenda sea una: cada vez que te los pones, quitas, subes o bajas…

Se entiende que la acción se refiere únicamente a una pieza y no a todos los calzones que posees, y mucho menos a cuantos existen en el sistema solar, y hablo de ese sitio grande y no de nuestro planetita, chulo pero insignificante, porque en medio siglo de actividad espacial tripulada más de un astronauta habrá dejado algunos, ya perforados por los meteoritos, en órbita perpetua.

Pero no nos distraigamos: calzón lo mismo puede significar calza o calzas (actualmente, prenda de vestir que cubre de la cintura a los tobillos, o bien, en el Renacimiento, mangas de uso masculino para cubrir las piernas, que se ponían por separado y luego se unían mediante un cordón entrecruzado en los ojales de ambas, y de cuyo nombre derivan calcetas y calcetines) que braga, palabra que a su vez designa tanto a los calzones como a la pieza de tela que cubre entrepierna y nalgas como al mono u overol de mecánicos y de pintores (Venezuela), pero también a una prenda militar semejante a la bufanda, e incluso a una “cuerda que se ciñe a un fardo para suspenderlo en el aire”; se le llama también, en singular o en plural, bombachas, trusa, churrines, cucos, pan- taletas, blúmer, calzonarios, calzoncillo, cacheteros, tanga, cola less, vedetina, chones, choninos, braguitas, panty o panties, slip, bóxer, tacacillo, gallumbo, interior o culote, que no es aumentativo de lo que parece sino galicismo originado en culotte, aunque la etimología de este segundo se origine en esa misma región anatómica: del argot culasse, y éste, a su vez, de cul).

Cada uno de esos términos puede tener, además de la genérica, una o varias acepciones específicas, de modo que la tanga es avara en la tela e inversamente generosa en el panorama, atributos que son llevados al extremo por la prenda llamada hilo dental, cuyo tirante central, delgadísimo por atrás, suele dejar al descubierto todo menos la estricta genitalidad, y a veces hasta partes de ella; el bóxer (como el de los boxeadores, de ahí su nombre) designa pantalonete corto, amplio y de tela ligera, que permite bamboleos en libertad e incluso carambolas, en tanto que slip hace referencia a un envoltorio más bien constreñido que al apretar abulta, usualmente con fines propagandísticos.

En algún momento de la historia, tan impreciso como los términos aquí comentados, alguien inventó que la valentía se asienta en las gónadas masculinas, por más que ello va en desdoro de las mujeres, quienes poseen óvulos (es decir, huevos) mas no güevos (o wevos, como quiere la ortografía de las nuevas generaciones, o sea, testículos), y de los castrados, quienes no por estar físicamente incompletos perderán necesariamente su entereza de espíritu.

La asociación imaginaria testículos-valor se contrapone, para colmo, con otras que identifican la pereza y la estupidez con una bolsa escrotal abundante: en México y Centroamérica, huevón (a) es sinónimo de negligente, descuidado (a) y flojo (a), en tanto que en el cono sur se llama así a los estúpidos.

A pesar de tales inconsistencias, sobre esa falsa noción se ha construido una muy graciosa metonimia (tomar el contenedor por el contenido) que sitúa la sede de eso que llamamos valor, en un sentido no económico ni moral, en la prenda que recubre el supuesto asiento anatómico de tales virtudes: ser calzonudo, tener muchos calzones o muchos pantalones, o los pantalones bien puestos, o estar bragado. Menos mal, al ser transferido de los órganos a la pieza de tela que los rodea, la valentía pierde su supuesta constricción de género, y ya puede decirse, en femenino, calzonuda y bragada.

En francés se usa culotté (e) para decir bravo (a), osado (a) o temerario (a), y ello no quita que hayan sido los sans-culottes (los “sin calzones”, los pobres, pues) quienes se aventaran la puntada de tomar por asalto La Bastilla, aventura que requería de gente valientísima.

La filigrana idiomática tejida en torno a la funda del bajo vientre y los glúteos (y que se reduce en muchos casos a cubierta impúdica del pubis y el perineo) evoca los encajes que ornamentan algunas de esas prendas, las cuales, cuando femeninas (creo), han acabado como depositarias de ingentes dosis de libido y erotismo. A la cosificación del cuerpo de las mujeres suele corresponder una subjetivación de los objetos que lo rodean, denominada fetichismo, en virtud de la cual (vaya con las virtudes) algún fulano se clava con los chones y se olvida de la propietaria.

Wikipedia asegura que “el principal motivo del uso de ropa interior (supongo que una buena definición sería la que no se ve, o a la que sólo se le ve un pedacito) es la higiene”, y uno se pregunta si la motivación higiénica de ese doble blindaje corporal consiste en preservar las zonas pudendas de superficies insalubres o bien en lo contrario (no dejar en el asiento manchitas de caca y pis); se comprende mejor, en todo caso, la búsqueda de comodidad (es que hay unas mezclillas tan ásperas) y la lucha contra el frío, especialmente cuando encima de la ropa interior hay una falda vaporosa o una bragueta (incomprensible diminutivo de braga) de botones por la cual se infiltra sin clemencia el cierzo invernal.

Por cierto: Al fabulista Félix María de Samaniego (sí, al mismo que moralizaba a los niños con refritos sobre cigarras, hormigas, uvas y zorras) debemos una de las composiciones más cochinas que se hayan escrito nunca, al menos en español, acerca de los calzones:

A media noche muchos gritos daba una casada, y confesión pedía
diciendo que a pedazos se moría
de un cólico cruel que la mataba.
Llamose a un reverendo franciscano
que era su confesor, y de antemano
estaba prevenido
para coquifear a su marido
y lograr sin peligro sus placeres.
¡Qué no discurren frailes y mujeres!
Luego que con la moza se halló a solas,
se quitó el reverendo los calzones,
y libre de prisiones
la hizo sin respirar tres carambolas.

Así que la purgó de sus pecados,
dejando sus calzones olvidados
se marchó a su convento,
donde le aguó esta falta su contento.

Contó el lance al portero claramente
y le dejó instruido
de una industria prudente
que estorbase las quejas del marido.

Entró luego en el cuarto de su esposa
aquel buen hombre, y la primera cosa
que halló en el suelo fueron los calzones
del fraile, con muy puercos lamparones.

Tomolos, conoció la picardía,
y rabioso se fue a la portería,
donde el bribón portero y el paciente
tuvieron el diálogo siguiente:
–Hermano, dígame, ¿qué solicita?
–Que hablar se me permita
al padre guardián.
—Ahora no puede…
–¿Por qué?
–Pues, ¿no sabéis lo que sucede
a la comunidad?
–Todo lo ignoro.
–¡Ay, hermano!, han perdido su tesoro.

–¿Cuál era?
–Una reliquia peregrina
por la que hay en el coro disciplina.

–¿Cómo ha sido?
–Esta noche la han llevado
para una enferma y la han extraviado
no sé de qué manera.
–¿Y qué reliquia era
la que causa tan grandes aflicciones?
–Eran de San Francisco los calzones.
–No es el remiendo de la misma tela,
muy bien pegado está, pero no cuela:
yo traigo aquí guardados
unos calzones puercos y sudados
de un fraile picarón, que con vileza
me ha compuesto esta noche la cabeza.

Mírelos bien atento,
dibujados con manchas de excremento.
¿Le parece que un santo así tendría
los calzones con tanta porquería?
–Ésos son, el portero dice ufano,
quitándoselos luego. –Cese, hermano,
¿cómo en su mente cabe
tan injuriosa idea?
¿Pues acaso no sabe
que murió San Francisco de diarrea?

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