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Por Héctor Abad Faciolince

A los hombres machistas, que somos como el 96 por ciento de la población masculina, nos molestan las mujeres de carácter duro y decidido. Tenemos palabras denigrantes para designarlas: arpías, brujas, viejas, traumadas, locas, amargadas, etc. En realidad, les tenemos miedo y no vemos la hora de hacerles pagar muy caro su desafío al poder masculino que hasta hace poco habíamos detentado sin cuestionamientos. A esos machistas incorregibles que somos, machistas ancestrales por cultura y por herencia, nos molestan instintivamente esas «fieras» que en vez de someterse a nuestra voluntad, atacan y se defienden.

La hembra con la que soñamos, un sueño moldeado por siglos de prepotencia y por genes de bestias (todavía infrahumanos), consiste en una pareja joven y mansa, dulce y sumisa, siempre con una sonrisa de condescendencia en la boca. Una mujer bonita que no discuta, que sea simpática y diga frases amables, que jamás reclame, que abra la boca solamente para ser correcta, elogiar nuestros actos y celebrarnos bobadas.

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Que use las manos para la caricia, para tener la casa impecable, hacer buenos platos, servir bien los tragos y acomodar las flores en floreros. Este ideal, que las revistas de moda nos confirman, puede identificarse con una especie de modelito de las que salen por televisión, al final de los noticieros, siempre a un milímetro de quedar desnuda, con curvas increíbles (te mandan besos y abrazos, aunque no te conozcan), siempre a tu entera disposición, en apariencia como si nos dijeran “no más usted me avisa», siempre como dispuestas a un vertiginoso desahogo pasional (no de ellas, que requieren más tiempo y se quedan a medias). Un sueño que cuando se realiza ya ni sabemos qué hacer con él.

Colombiano. Nació en Medellín en 1958. Inició estudios de medicina, filosofía y periodismo en su ciudad natal, ninguno concluido.

Finalmente estudió lenguas y literaturas modernas en la Universidad de Turín. Se desempeñó como columnista de la revista “Semana”, hasta abril de 2008 y a partir de mayo de ese mismo año se reintegró al ahora diario “El Espectador” como columnista y asesor editorial.

Ha recibido un Premio Nacional de Cuento (1981), una Beca Nacional de Novela (1994) y un Premio Simón Bolívar de Periodismo de Opinión (1998). Obtuvo en España el primer Premio Casa de América de Narrativa Innovadora en el año 2000, y en abril de 2005 le fue conferido en China el premio a la mejor novela extranjera del año por “Angosta”

Héctor Abad Faciolince

Escritor

A los machistas jóvenes y viejos nos ponen en jaque estas nuevas mujeres, las mujeres de verdad, las que no se someten y protestan y por eso seguimos soñando, más bien, con jovencitas que lo den fácil y no pongan problema. Porque estas mujeres nuevas exigen, piden, dan, se meten, regañan, contradicen, hablan. Estas mujeres nuevas no se dejan dar órdenes, ni podemos dejarlas plantadas, o tiradas, o arrinconadas, en silencio y de ser posible en roles subordinados y en puestos subalternos. Las mujeres nuevas estudian más, saben más, tienen más disciplina, más iniciativa, más dignidad y quizá por eso mismo todos los machistas les tememos.

Pero estas nuevas mujeres, si uno logra amarrar y poner bajo control al burro machista que llevamos dentro, son las mejores parejas. Ellas ya no se dejan chantajear con la manutención, que es otra manera de comprarlas, porque saben que ahí -y en la fuerza bruta- ha radicado el poder de nosotros los machos durante milenios. Por eso hoy salen a trabajar, a luchar, son fuertes y decididas. Si las llegamos a conocer, si logramos soportar que nos corrijan, que nos refuten las ideas, nos señalen los errores que no queremos ver y nos desinflen la vanidad a punta de alfileres, nos daremos cuenta de que esa nueva paridad es agradable, porque vuelve posible una relación entre iguales, en la que nadie manda ni es mandado. Como trabajan tanto como nosotros (o más) entonces ellas también se declaran hartas por la noche y de mal humor, y lo más grave, sin ganas de cocinar. Al principio nos dará rabia, ya no las veremos tan buenas y abnegadas como nuestras santas madres y tienen todo el derecho de no serlo.

Envejecen, como nosotros, y ya no tienen piel ni senos de veinteañeras (mirémonos el pecho también nosotros y los pies, las mejillas, los poquísimos pelos), las hormonas les dan ciclos de euforia y mal genio, pero son sabias para vivir y para amar y si alguna vez en la vida se necesita un consejo sensato (se necesita siempre, a diario), o una estrategia útil en el trabajo, o una maniobra acertada para ser más felices, son ellas las que te lo darán.

Los varones machistas, somos animalitos todavía y es inútil pedir que dejemos de mirar a las muchachitas insulsas. Los ojos se nos van tras ellas, tras las curvas, porque llevamos por dentro un programa tozudo que hacia allá nos impulsa, como autómatas.

Pero si logramos usar también esa herencia reciente, el córtex cerebral, si somos más sensatos y racionales, si nos volvemos más humanos y menos primitivos, nos daremos cuenta de que esas mujeres nuevas, esas mujeres bravas que exigen, trabajan, producen, joden y protestan, son las más desafiantes y por eso mismo las más estimulantes y excitantes, las más entretenidas, las únicas con quienes se puede establecer una relación duradera, porque está basada en algo más que en abracitos y besos. Esas mujeres nos dan ideas, amistad, pasiones y curiosidad por lo que vale la pena, sed de vida larga y de conocimiento.

¡Vamos hombres, por esas mujeres bravas!

SANICERO

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