
El arte de soltar y el poder de recibir
Soltar es una de las tareas más complejas de la vida humana. Nos enseñan a aferrarnos a lo que amamos, a proteger lo que creemos que nos pertenece y a conservar todo lo que nos brinda una ilusión de seguridad. Sin embargo, pocas veces aprendemos que no todo lo que sostenemos nos nutre, y que hay momentos en los que la verdadera libertad radica en abrir la mano y dejar ir. Lo curioso es que, en esa aparente pérdida, el acto de soltar no significa quedarse vacío: significa crear espacio para recibir algo nuevo.
A menudo pensamos en soltar como un acto de fuerza. Lo vemos en quienes intentan dejar un mal hábito o desprenderse de una relación pasada. Hay una lucha, un convencimiento racional que dice: “Esta vez seré fuerte, esta vez podré”. Pero la fuerza aplicada contra uno mismo rara vez se convierte en liberación. Lo que se reprime con violencia regresa con igual intensidad. Un hábito que se expulsa sin comprender su raíz no desaparece, solo se oculta en la sombra, esperando el momento de volver.
Entonces, ¿por qué cuesta tanto soltar? Porque, en el fondo, no nos aferramos al objeto ni al hábito, sino a la necesidad profunda que este satisface, aunque sea de manera imperfecta. No es el cigarro lo que una persona teme dejar, sino ese pequeño refugio de calma que encuentra en tres minutos de humo y silencio en medio de una vida caótica. No es el viejo amor lo que duele perder, sino el reflejo de compañía y validación que esa relación parecía ofrecer. Cada objeto, cada costumbre, cada vínculo que nos resistimos a soltar es, en realidad, la máscara de una necesidad no atendida.
El primer paso, entonces, no es luchar, sino observar. Observar con honestidad qué es aquello a lo que me aferro y qué necesidad intenta cubrir. Cuando dejamos de juzgar y simplemente miramos, abrimos una puerta que no lleva al abandono ni a la pérdida, sino a la comprensión. Y en esa comprensión se revela algo esencial: detrás de todo apego hay una carencia, y detrás de toda carencia hay una oportunidad de amor.
Mariachi Santa Cecilia
Pero la observación por sí sola no basta. El acto definitivo para soltar no es empujar hacia afuera, sino permitir que algo nuevo entre. Aquí es donde aparece la clave olvidada: aprender a recibir. Recibir amor, recibir tiempo, recibir suavidad, recibir la certeza de que merecemos cuidado. Cuando nos damos lo que siempre hemos buscado fuera de nosotros, la necesidad que alimentaba el apego se calma, y de manera natural, sin violencia ni esfuerzo, soltamos.
Recibir es un acto de valentía. Implica reconocer que hay partes de nosotros que siguen esperando cariño, como niños interiores que aún desean ser vistos. Al ofrecerles ese amor, ya no necesitamos los juguetes emocionales ni los hábitos de supervivencia que cargábamos. Es entonces cuando las viejas muletas caen por su propio peso, porque ya no hay herida que sostener.
Soltar no es dejar ir para quedarse vacío; es abrir espacio para ser llenado de algo verdadero. Y esa plenitud no viene de afuera, sino de nuestra propia alma, que siempre está lista para abrazarnos si aprendemos a escucharla. El camino no es rápido ni lineal, pero cada acto de recibir nos acerca a la libertad auténtica: la que no necesita pelear para existir.
En última instancia, el arte de soltar es el arte de regresar a nosotros mismos. Cuando encontramos dentro la fuente de amor que buscábamos, lo que antes parecía imposible –dejar ir un hábito, una relación, una identidad– ocurre de manera natural. No porque hayamos forzado nada, sino porque al fin comprendimos que no se trataba de perder, sino de sanar. Y en esa sanación, todo aquello que ya no nos sirve se disuelve, dejándonos ligeros, abiertos y, por primera vez, verdaderamente libres.
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