Tuxpan Veracruz | El sol se deslizaba perezoso sobre los llanos de la comunidad Benito Juárez, derramando una luz fría sobre la Playa. Mientras las olas besaban la playa, entre la arena y la maleza, un rancho guardaba un secreto que apestaba a pólvora y traición. La sangre de un hombre había regado la tierra que un día fue suya, y sus propios hermanos fueron los verdugos.
El 14 de diciembre de 2024, Alberto Espinoza Rosas recibió una llamada. Le dijeron que su ganado estaba en peligro, que algo extraño pasaba en sus tierras. Él fue. Fue porque la sangre lo llama, porque un hombre debe cuidar lo suyo.
No supo que lo estaban esperando. No fue un robo. No fue un asalto. Fue un ajuste de cuentas con los mismos que compartieron su apellido y su cuna. Eduardo Efraín «N» y Herlinda «N» tenían las manos en la tierra y los ojos en el dinero. Cuando Alberto cruzó la cerca, las balas lo recibieron como un maldito heraldo del infierno. No hubo advertencias. No hubo preguntas. Sólo el trueno de las armas y el silencio que le siguió.
Los asesinos pensaron que el tiempo los protegería, que la noche cubriría su crimen como el polvo cubre las huellas en un camino de terracería. Pero el pasado tiene dientes y la justicia, aunque lenta, no olvida.
Hoy 13 de febrero de 2025, la Policía Ministerial y la SEDENA tocaron la puerta que nadie quería abrir. Eduardo Efraín y Herlinda habían vivido un mes libres, pero el peso de un crimen no se sacude con agua y jabón. Los encontraron, los encadenaron y los pusieron frente a la ley.
Ahora, mientras esperan su destino ante el juez de proceso y procedimiento penal oral en Tuxpan, los nombres de los traidores corren por la comunidad como un rumor que no muere. La herencia que tanto ambicionaron no será más que un fantasma en su celda, un recordatorio de que la avaricia se paga con cadenas y que la sangre, cuando se derrama, nunca se seca del todo.