
El pasado 1 de septiembre, el nuevo presidente del Poder Judicial de la Federación, Hugo Aguilar Ortiz, inició su gestión con una ceremonia de “purificación”. A las cinco de la mañana, médicas tradicionales realizaron limpias espirituales en la Suprema Corte; más tarde, en Cuicuilco, se entregaron bastones de mando como símbolo del nuevo rumbo del poder judicial.
El gesto, según dijeron, buscaba honrar nuestras raíces. No estoy tan seguro.
La limpia simbólica fue bien recibida en algunos sectores, como si el humo y las palabras pudieran reemplazar a la legalidad. Se habló de purificar energías, de reconectar con la espiritualidad del pueblo. Pero mientras se hacían estos actos —más propios de un reality espiritual que de una institución republicana—, ya se gestaba el primer escándalo.
Apenas unos días después trasciende que Gerardo García Marroquin, cuñado del senador Ricardo Monreal, sería designado Secretario General de la Suprema Corte. Uno de los cargos más altos y estratégicos del aparato judicial, reservado —en teoría— para perfiles sin vínculos políticos.
Así comienza la nueva era de “transformación espiritual”.
No es la primera vez que el poder recurre a símbolos para distraer de los hechos. En 2013, un artículo de ForoTuxpan afirmaba que México ya no era católico, sino neopagano. Lo hacía en tono crítico: señalando cómo la fe organizada había sido desplazada por una espiritualidad emocional, sin estructura, entregada al ritual sin dogma.
MÉXICO NO ES CATÓLICO, ES NEOPAGANO
Hoy ese análisis parece más vigente que nunca. No por lo que ocurre en los mercados o en la televisión, sino en el Estado mismo.
La República adopta símbolos indígenas —no para rendirles respeto— sino para sustituir con formas lo que no puede sostener con fondo. No importa que se hable de transformación o justicia social si al final el poder sigue operando con los mismos mecanismos de siempre: influencias, familiares, favores.
Se insiste en que estas ceremonias reivindican nuestras raíces. Pero, ¿cuáles raíces?
México no es una continuidad de los pueblos prehispánicos. Es el resultado de una ruptura profunda, de una coalición indígena que, aliada con un puñado de españoles, derrocó al régimen mexica en 1521. Los conquistadores no vencieron solos. Fueron los pueblos indígenas quienes destruyeron al imperio dominante.
Lo que surgió de ahí fue otra cosa: una civilización novohispana, mestiza, hispánica en su religión y su derecho, indígena en su lengua y su tierra, pero sin nostalgias. La Nueva España no fue una colonia, fue un virreinato, y uno de los más importantes del imperio.
La idea de que “somos indígenas” es políticamente útil, pero históricamente falsa. Somos novohispanos. Y luego, mexicanos.
En mi opinión, la legitimidad de un poder judicial no se purifica con copal. Se construye con ética, transparencia y legalidad. Y cuando el primer movimiento de una nueva administración es colocar al cuñado de un político en un cargo clave, entonces lo que se necesita no es una limpia espiritual, sino una limpia institucional.