“No hay autorización para subir tarifas”, dijo Rocío Nahle, y amenazó con retirar concesiones a los taxistas que no obedezcan. El anuncio sonó fuerte, como suelen sonar las advertencias de quienes llegan al poder con promesas de orden. Pero el problema de fondo no es la tarifa, sino la falta de un sistema claro y legalmente coherente.
Los taxis en México no son —ni deberían ser— un servicio de transporte colectivo. Su concesión es para ofrecer un viaje individualizado, con tarifa libre, negociada o medida. Pero eso es en el papel. En la práctica, en muchos municipios de Veracruz, el taxi colectivo existe con plena tolerancia del Estado, como respuesta improvisada a la falta de rutas de autobuses.
En lugares como Tuxpan o Tamiahua, un taxi recoge cinco pasajeros por viaje. No hay taxímetro ni tabla oficial, pero sí una tarifa establecida “por costumbre”: doce, quince pesos, o más si el Taxi es de una ruta «federal» por persona, dependiendo de la distancia. No hay ruta urbana formal, y el taxi colectivo es, en los hechos, la única opción de transporte público.
El Gran Salón
Y en ciudades como Xalapa, donde sí hay camiones, se da el fenómeno opuesto: el taxi cobra como si fuera Uber de lujo, sin taxímetro y sin reglas. El usuario pregunta cuánto cuesta y el conductor lanza una cifra al aire. Si el pasajero protesta, el taxi se va. Si acepta, paga un abuso.
La solución existe y es sencilla: el taxímetro. Funciona en Ciudad de México, donde hay una tarifa base, un cobro por kilómetro y otro por tiempo detenido. No es perfecto, pero permite que el usuario sepa cuánto debe pagar y que el conductor tenga un margen razonable de ganancia. Y, sobre todo, evita el abuso.
Lo irónico es que mientras en la capital el taxímetro es obligatorio, en Veracruz se le considera una excentricidad. Los gobiernos estatales no lo han exigido, quizá por temor a enfrentarse con un gremio que representa votos y, no pocas veces, liderazgos políticos con fuerza.
Amenazar con quitar concesiones puede sonar contundente, pero no resuelve nada si no hay reglas claras. Si la autoridad no impone el uso del taxímetro en las ciudades, y si al mismo tiempo tolera el taxi colectivo en los pueblos, entonces la ley se vuelve una simulación, y los únicos que pierden son los ciudadanos.
En mi opinión, mientras no se resuelva el fondo del asunto, seguiremos con discursos populistas y operativos ineficaces, como los que hoy lanza la nueva administración. Pero eso no corrige la raíz del problema: no hay política pública de transporte. Solo improvisación.
El Nuevo Pekin