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por | Jul 22, 2020 | Artículo

Cuando una persona debido a su soberbia, arrogancia o desmesura se cree mejor que todos lo demás, que están por encima de todos sufre sin lugar a dudas el «síndrome de hybris».

Sufre una «intoxicación de poder«, como se explica en mayor profundidad en el libro del médico y político inglés David Owen «En el poder y en la enfermedad«

Esta enfermedad se acentúa con el ejercicio del poder mismo, provocando un daño mental irreparable a estos enfermos que nos gobiernan.

Es por lo tanto imprescindible en una sociedad moderna tanto el control del poder mismo, como la capacidad para poder inhabilitar a estos individuos.

Probablemente la tendencia que debería seguir cualquier democracia para desarrollarse y modernizarse sea la despersonalización del poder y la institucionalización del mismo, pudiéndose someter al control social a aquellos equipos de gobierno que aunque hayan sido legítimamente elegidos fracasen en la legitimidad de desempeños y resultados.

No sería lógico, ni prudente que una sociedad sana estuviese gobernada por la insana intoxicada de poder, no podría dar buen resultado nunca.

La pregunta que nos hacemos es ¿Por qué tenemos tantos líderes que demuestran estar padeciendo esta enfermedad en sociedades supuestamente democráticas y avanzadas? ¿Por qué los electores siguen escogiendo a individuos egocéntricos, narcisistas, incompetentes, personas con una ambición insaciable a los que solo les preocupa el bienestar de la población en general solo cara a los demás, no de verdad? Como se demuestra en las innumerables decisiones y medidas que favorecen a una minoría privilegiada en detrimento y perjuicio de la mayor parte de la población.

Podríamos culpar de esta situación a estos líderes o gobernantes que alimentan las necesidades e ilusiones de las personas para engrandecer su propio poder, que debilitan la autonomía y capacidad de acción de los seguidores haciéndolos dependientes de ellos, que polarizan a la población y producen confrontaciones innecesarias, que juegan con los temores y necesidades de las personas, que rechazan la crítica constructiva, que crean chivos expiatorios para no tener que asumir sus propios fracasos, que subvierten las instituciones y sistemas legales, que se aferran al poder de tal forma que impiden el ascenso de nuevos dirigentes.

Sin embargo, el origen de esta enfermedad toxica y autodestructiva debemos buscarlo en la sociedad misma, una sociedad en la que el concepto de lo que es inteligente se ha convertido en sinónimo de éxito a toda costa, individualismo y una falta de sentido de la responsabilidad ante cualquier acto que raya lo infantil, como cuando se usa la expresión «porque me da la gana«. Nos hemos convertido en una sociedad en la que nos consideramos más «sujetos» de derechos que de responsabilidades o deberes.

Este estado patológico en el que se encuentra nuestra sociedad actual es el que posibilita sin lugar a dudas el que ocupen posiciones de responsabilidad personas elegidas democráticamente pero sin embargo no cualificados para desempeñar dicha responsabilidad, es por lo que hoy no suponen ningún obstáculo para ser candidatos ni la ignorancia, ni la locura, ni la falta de responsabilidad demostrada, por el contrario esto parece en muchos casos ser incluso una ventaja en un sistema corrupto y complaciente.

La propaganda política acentuada e intensificada en periodos cercanos a las elecciones provoca en los individuos efectos psicológicos profundos y de larga duración. Produce perdida de la identidad, de la capacidad crítica y del juicio personal, es una regresión a la masa y por ende, a un estado de irresponsabilidad infantil.

Es un proceso que impide distinguir entre sí mismo y la masa. La persona pierde el control de sus propios actos y se somete a lo colectivo que es idealizado, tipificado y representado por el «líder», llegando en algunos casos a convertirse en objeto de culto, el modelo de todo lo que el individuo no puede ser ni realizar.

La propaganda manipula símbolos colectivos, crea estereotipos, repite eslóganes, aturde; da a los hombres soluciones artificiales para necesidades reales u ofrece satisfacción real de necesidades artificiales; escoge algún motivo humano y lo convierte en opinión pública.

El racismo o antisemitismo, que algunas personas puedan sentir en silencio, es potenciado. El individuo se siente reforzado en su rencor, supone que tiene razón personal si es opinión pública; regresa así al colectivo inconsciente.

La propaganda crea necesidades artificiales o problemas políticos donde no habrían surgido espontáneamente, algunos prejuicios, ciertas necesidades se vuelven pasiones devoradoras, destructivas, ocupando una parte inmensa de la conciencia de la persona, sobreponiéndose a cualquier otro aspecto de la vida.

Lo que el individuo pierde en facultades críticas y de juicio personal es muy difícil de restituir… se producen un atrofiamiento de su crecimiento personal como individuos, lo que permite que los «lideres» puedan ocupar puestos de responsabilidad aún sin estar cualificados para desempeñarlos, aun cuando anteriormente ya hayan demostrado su incapacidad sobradamente.

Es momento ahora de analizarnos honradamente y de manera individual para ver hasta qué grado estamos contagiados de ese aborregamiento que propicia que los únicos lideres «elegibles» sean aquellos que la propaganda política se esfuerza por hacer ver como los «únicos», pues todos somos únicos y diferentes y por lo tanto somos capaces de pensar y actuar de manera diferente, aun cuando la manada o el rebaño nos empuje en una dirección o en otra.

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